Por: María
Desde: algún lugar perdido
en las montañas del norte de Laos
Escribo desde el bus que hace la ruta
de Hanoi (Vietnam) a Luang Prabang (Laos), ya conocido en muchos
blogs y foros de viajeros como “el bus del infierno” y, a falta
de unas 4 horas para que concluya, me aventuro a decir que en mi
caso la experiencia no está siendo nada traumática. Quizás sea
porque toda la preparación previa leyendo opiniones de otros
mochileros me había hecho mentalizarme para encontrar algo mucho
peor, o quizás porque el cansancio acumulado de todos estos días ha
hecho que esta noche en el bus haya sido probablemente la que mejor
he dormido de la última semana. Sí llevamos, sin embargo, unas
cuantas experiencias dignas de contar...
Para cruzar de Vietnam al norte de Laos
hay básicamente tres opciones:
Comprar un vuelo (opción más
inteligente, pero que obviamente habría elevado nuestro
presupuesto)
Cruzar por el norte de Vietnam,
desde Sapa, por la frontera de Dien Bien Phu. Esta opción puede ser
la más interesante, pero requiere varios días hasta llegar a Luang
Prabang (una vez en Laos, tienes que coger una serie de barcos que
van descendiendo el río, parando por diversos pueblos; en algunos
de estos lugares sólo pasa un barco al día, y su salida ni
siquiera está garantizada, sino que está sujeta a que haya
suficientes pasajeros)
Coger un bus desde Hanoi a Luang
Prabang, de unas 30 horas de duración, que cuesta en torno a 50
dólares si se gestiona a través de agencia (nosotros pagamos 48 en
el hostel), aunque estoy segura de que su precio será mucho menor
si se consigue contratar directamente en la estación.
Después de pasar el día en Hanoi (un
día que se nos hizo francamente interminable, teniendo en cuenta que
nuestro tren de Sapa había llegado a las 4 de la mañana), esperamos
en el hostel, donde nos dijeron que vendrían a recogernos a eso de
las 5 de la tarde. Eran ya casi las 6 cuando un hombre en moto
apareció en la recepción, gritando “¡Laos, Laos!”, haciendo
aspavientos para indicar que le siguiéramos. En el que quizás haya
sido el sistema de recogida más curioso que haya experimentado, el
señor continuó su recorrido en moto pasando por varios hostels,
mientras nosotros le seguíamos a pie en fila de a uno, cargando con
todo el equipaje, desfilando en una curiosa procesión que seguía
creciendo a medida que parábamos en otros alojamientos para recoger
a más gente.
Por fin apareció una van para
recogernos... la cual ¡venía ya completamente llena! Un hombre con
méritos suficientes para ser considerada la persona con menos
modales con la que me he cruzado, nos arrancó violentamente la
mochila de la espalda para apilarla en la parte frontal del minibus,
mientras nos iba empujando hacia la parte trasera, obligándonos a
sentarnos 5 personas en el espacio en el que en teoría debían
sentarse tres.
Viajábamos hacinados como animales,
sudando por el agobiante calor de la capital, pero el ambiente seguía
siendo bastante festivo. Éramos todo mochileros internacionales, y
la mayoría se dirigían directamente a Vang Vieng a disfrutar del
tubing (curioso “deporte” inventado en Laos que consiste en
descender por el río en grandes neumáticos mientras vas parando a
emborracharte en los muchos bares que, a modo de plataforma flotante,
emergen en ambas orillas).
Finalmente llegamos a otra “estación”
(lo cierto es que nos pararon en un descampado lleno de escombros que
parecía estar en medio de la nada, pero que para nuestro posterior
alivio resultó encontrarse en la parte trasera de la verdadera
estación de buses). Allí fuimos separados en dos grupos: los que
íbamos a Luang Prabang (prácticamente nosotros solos) y los que
iban a Vang Vieng. Una vez más, entre gritos, carreras y empujones,
fuimos conducidos hasta las taquillas, donde nuestro tan amable
acompañante compró los billetes.
Cuando bajamos a las dársenas, aquello
parecía una auténtica verbena. Aquí todos los autobuses tienen
luces de colores, y los conductores reproducen incesantemente música
de fiesta a todo volumen. Aunque temíamos lo que nos pudiéramos
encontrar, el autobús era, tal como nos habían prometido, un
“sleeper bus”: los asientos, bastante mullidos, se reclinan
totalmente para convertirse en cama, y están diseñados de modo que
puedes extender las piernas por completo (tus piernas quedan bajo el
asiento delantero, pero con suficiente espacio para poder cambiar
bien de postura).
Lo primero que llama inevitablemente la
atención es que, antes de subir al autobús, te obligan a quitarte
los zapatos. Y es que en este autobús todo, incluso el suelo del
pasillo, ¡es de colchoneta blanda! (esto empezó a cobrar sentido
cuando posteriormente nos dimos cuenta de que los locales que van
subiendo al bus a lo largo del camino se van acoplando en el espacio
mínimo que queda bajo nuestros asientos-cama, y tendidos en el mismo
pasillo... la imagen, honestamente, es bastante tercermundista).
Algo antes de las 7 de la tarde,
nuestro party-bus se ponía en marcha: las luces rojas y verdes
creaban un ambiente casi más de local de alterne barato que de
discoteca, y en la tele reproducían a todo volumen videos musicales
de discotecas y chicas en biquini, con escenas algo subiditas de
tono... por cierto que nos dimos cuenta luego de que los videos
estaban grabados en Ibiza (¿de dónde podía ser una fiesta así, si
no de España?)
En un principio sólo estábamos el
grupo de guiris en el bus, pero sabíamos que eso no duraría mucho,
porque el conductor nos obligó a sentarnos ocupando sólo la parte
trasera del vehículo, de modo que estaba bastante claro que
reservaban la mitad delantera para los locales. Al menos fui
afortunada y pude sentarme con Alba, con la tranquilidad que me daba
el saber que no tendría que compartir cama con ningún extraño.
Alrededor de las 8 pm hicimos nuestra
primera parada de unos 20 o 30 minutos, para que comprásemos cena
(por suerte ya nos habíamos hecho todos con suficientes provisiones
en el supermercado, porque aquel lugar olía a demonios) y fuéramos
al baño (poco más que una caseta con un agujero en el suelo que
apestaba). Fue sobre esa hora cuando subieron los dos primeros
ocupantes locales.
Por suerte, el conductor quitó pronto
los videos musicales y las luces de colores, y después de cenar algo
conseguimos dormirnos bastante temprano (en mi caso, creo que no
llegaba a las 10 de la noche). El resto de la noche la pasamos
viajando de tirón, y he de decir que dormí como hacía tiempo que
no conseguía dormirme: los trenes nocturnos de Sapa y la aventura en
el Fansipan me estaban pasando factura.
Sobre las 3 de la mañana me desperté
sobresaltada: Andrea y Yaiza, que dormían al otro lado del pasillo,
gritaban y maldecían a alguien. Me levanté medio dormida el antifaz
(bendita la compra que hice en la tienda de los chinos antes de
venir: almohada, antifaz y tapones de los oídos por 2,5 euros... ¡no
sé qué habría hecho sin ellos!) y vi una procesión de señores
vietnamitas desfilando por el bus, pasillo arriba y pasillo abajo,
reptando por debajo de nuestros asientos, revolviendo entre nuestras
bolsas, para intentar hacerse un hueco en un bus en el que obviamente
no había suficiente espacio para todos. Cuando más o menos
consiguieron acoplarse todos (lo del espacio oscuro debajo de
nuestros asientos me sigue pareciendo bastante inhumano, y no puedo
evitar acordarme de los inmigrantes que se esconden en los bajos de
camiones para pasar las fronteras) volvió a hacerse el silencio y
conseguí volver a dormirme.
Me desperté alrededor de las 7 de la
mañana, con la sensación de por fin haber descansado todo lo que
necesitaba y extasiada con los paisajes que se extendían al otro
lado de la ventanilla (la carretera discurre entre montañas verdes,
y pequeñas aldeas totalmente auténticas, a salvo de cualquier
alteración producida por las hordas de guiris invasores).
A las 7 y poco hicimos la primera
parada del día para ir al baño, en este caso en una especie de
establo, y a las 8 y media llegamos por fin a la frontera. Nos
tuvieron bastante tiempo en la sala de espera del lado vietnamita,
mientras los oficiales se quedaban con todos nuestros pasaportes (por
lo que tardaron para sólo poner un sello, debían de estar
memorizándolos todos). Aproveché para ir al baño pero ¡sorpresa!
una vez más nos demostraron que este es un viaje no apto para
mujeres (todos los vietnamitas que viajan son hombres) y nos
encontramos con el baño de mujeres cerrado y con un oficial que sólo
sabía contestar a todo “no, no, no”. Como todavía no hemos
desarrollado la habilidad de mear de pie (quién sabe qué acabaremos
aprendiendo en este viaje) acabamos apañándonos con una especie de
barreño que había en el baño de hombres, utilizándolo a modo de
orinal.
Y eran ya algo más de las 9 cuando
cruzábamos a pie hasta el lado de la frontera de Laos, donde
perdimos aún más tiempo porque teníamos que gestionar los visados
(el precio es de 35 dólares, pero tuvimos que pagar 2 dólares más
por hacerles trabajar en fin de semana... debe de ser por lo
estresado que teníamos al único oficial que había trabajando,
copiando a mano uno por uno nuestros datos en un cuadernito).
A las 10 y media nos poníamos por fin
de nuevo en marcha, y a las 11 empezó otra vez la fiesta: pusieron
en la tele una comedia vietnamita, que por lo que pudimos entender no
tenía nada que envidiar a los grandes éxitos de Alfredo Landa y,
mientras los locales reían a carcajadas en una escena en la que se
le veían las bragas a una chica, yo volvía a armarme de mi antifaz
y mis tapones para los oídos para volver a echarme una siesta.
Me volví a despertar alrededor de las
12 y media, y para mi sorpresa, la calma y el silencio volvían a
reinar en el bus: prácticamente todos los pasajeros locales y no
locales dormíamos (entre otras cosas porque me imagino que poco más
se puede hacer cuando viajas apretado bajo unos asientos a oscuras).
Definitivamente, hoy era el día perfecto para recuperar todas las
horas de sueño perdidas.
A la 1 pm volvimos a hacer parada
técnica para que los hombres measen en los matorrales (¡a quién le
importa que las guiris seamos casi todas mujeres!), y una hora más
tarde nos deteníamos para hacer una parada de unos 40 minutos para
comer en un bar de carretera. Aquí pudimos disfrutar de un baño de
verdad, ¡con un váter de verdad!, aunque el agua de la cisterna no
funcionaba, porque obviamente habría sido demasiado pedir. Los
locales comieron platos de allí (arroz con verdura y carne, que
tenían bastante buena pinta) y nosotros nos hicimos sandwiches con
lo que habíamos comprado en el supermercado de Hanoi.
Finalizada la parada, nos volvieron a
poner entretenimiento: una película coreana (bueno, más bien una
serie de la cual nos han puesto todos los capítulos seguidos, porque
ya lleva más de 3 horas y media y todavía no tiene pinta de
terminar pronto). Es curioso cómo “doblan” aquí las películas:
mantienen de fondo las voces en el idioma original, mientras que dos
dobladores, un chico y una chica, se encargan de hacer absolutamente
todas las voces de la película, sin preocuparse de que éstas
coincidan o no con la imagen (y sin ponerle demasiadas ganas, todo
sea dicho).
A las 6 pm llegamos por fin a Vang
Vieng, donde los demás turistas extranjeros que viajaban en nuestro
bus se apearon. Empieza ya a anochecer, y nos han vuelto a encender
las luces festivas de colores... En teoría ¡quedan sólo 4 horas
por delante para que hayamos superado este reto! Puede que ésta no
sea una opinión unánime entre el grupo pero en mi caso, quizás
porque cuando viajo intento disfrutar en cierto modo de todas las
experiencias (incluso de las negativas), este viaje no me ha parecido
nada infernal.