miércoles, 25 de julio de 2012

El día que (casi) NO sobrevivimos al Fansipan. Parte 2


La noche en Fansipan fue probablemente de las peores de mi vida. Siempre he sido una firme defensora de la teoría de que, cuando estás cansado, cualquier sitio es bueno para dormir. Será porque hasta ahora no me había tocado dormir entre dos tablones desnivelados, clavándomelos en la espalda y sin posibilidad alguna de moverme (creedme, lo de cambiar de postura no es una opción cuando estás enrrollado en 3 capas de sacos de dormir). Pensar con la que estaba cayendo que en cualquier momento el techo se iba a desplomar sobre nuestras cabezas, y que el gemido de los ratones se escuchara cada vez más cerca, quizás tampoco ayudaron mucho... No es que la idea de despertarme con un ratón en la cara me hiciera mucha gracia, pero en realidad lo que me tuvo en vilo fue la psicosis de que por allí hubiera otro tipo de fauna a la que le tengo particularmente fobia. Y, para que veais que no eran sólo paranoias mías, aquí os dejo una foto del animalito que nos encontramos poco después en nuestro paseo:


En total, debí de dormir unas dos horas, en intervalos de 20 o 30 minutos. A las 6 de la mañana nos despertaron con un gran cuenco de noodles con huevo y casi una hora más tarde, ya enfundados en todas nuestras capas de ropa, pusimos rumbo a la cima.


La caminata del segundo día fue sin duda de lo más duro que he hecho en mi vida. La tormenta nos acompañó durante todo el trayecto, intensificándose por momentos, y para cuando apenas llevábamos una hora caminando, ya estaba completamente empapada y cubierta de fango hasta las orejas. En España también uno sólo espera encontrarse con una de dos opciones: que llueva o que no llueva. Allí nunca es un tifón de las Filipinas el que viene a aguarte la fiesta, y claramente mis botas Quechua no habían sido diseñadas para semejante acontecimiento, porque pronto me di cuenta de que la ropa no era lo único que llevaba completamente calado. Genial, me quedaban por delante por lo menos siete horas de caminata con un charco en cada pie...

Llegar hasta la cima cuesta alrededor de una hora y media. El tramo es quizás algo menos complicado que la segunda parte del trayecto que ya habíamos cubierto el día anterior, aunque el agua incrementaba notablemente la dificultad. En este último tramo apenas hay terreno en llano, sino que se intercalan empinadas subidas y bajadas (¡y menuda gracia hace encontrarse tanta bajada cuando te ha costado tanto esfuerzo ganar esos metros de altura!)Nuestro guía decidió que no le apetecía hacer su trabajo y salir con semejante aguacero que estaba cayendo, así que se quedó durmiendo la mona en el campamento, mientras nos mandaba a la aventura con uno de nuestros sherpas.


Mientras caminaba hundiéndome y resbalando en el lodo, raspándome las manos cada vez que tocaba trepar y colgarse entre las piedras, no podía dejar de pensar que subir hasta la cima con semejante temporal era probablemente una de las decisiones más estúpidas que había tomado en mi vida. Más aún porque estábamos literalmente caminando dentro de la nube, y no se veía nada más que una espesa capa de niebla que sabíamos que nos iba a privar de la recompensa final: las impresionantes vistas desde lo alto de la montaña. No obstante, nosotros habíamos ido hasta allí para subir al pico más alto de Indochina, y ninguno de nosotros parecía dispuesto a marcharse sin haber cumplido el reto. Abandonar no era una opción.

Y finalmente allí estábamos: en la cima del Fansipan, en la cima de Indochina, con la satisfacción de haber cumplido nuestro desafío:


Pasado el momento de éxtasis de la subida, tuve mi momento de bajón. Si ya habíamos coronado la cima, nada más quedaba por hacer allí... Lo único que quería era volver, y cuanto antes mejor. El aguacero era cada vez más fuerte, estaba calada hasta los huesos, y me dio por pensar que estaba “atrapada” en la montaña... Me moría de ganas por llegar a Sapa, darme una ducha caliente y ponerme ropa seca, pero sabía que me quedaban unas siete horas por delante hasta que llegara ese dulce momento.

Un poco presa de la desesperación, comencé a caminar cada vez más rápido, esperando con eso acortar el tiempo de vuelta. Ya no me importaba zambullirme en el barro (total, no podía pringarme ni empaparme más de lo que estaba), ya no me importaba golpearme con las rocas (los moratones se curan pronto, así que eran un mal menor), ya no me importaba el peligro de dar un traspiés y acabar rodando montaña abajo... Lo único que me importaba era dar un paso, y luego otro, y otro, cada vez más rápido, cada vez midiendo menos mis pasos. Dejé atrás al resto del grupo y durante algún tiempo al sherpa... No obstante, el sherpa (que por supuesto, seguía deslizándose tranquilamente entre las piedras con sus chanclas de goma, tarareando canciones tradicionales vietnamitas) debió de temer por mi integridad física (y motivos no le faltaban, que sí le di un par de sustillos de ésos de “huy, qué cerca ha estado”) y durante el resto del trayecto decidió ir pegado a mis talones, dejándome seguir andando delante y a mi ritmo, pero manteniéndose siempre vigilante. Y menos mal que lo hizo... En alguna parte, el agua había borrado toda traza del camino, y yo me dispuse muy felizmente a dejarme caer cascada abajo (ante la duda, siempre mejor bajar que volver a subir, ¿no?) cuando en realidad nuestra ruta proseguía escalando la cascada montaña arriba. A saber dónde habría terminado en caso de haber ido sola...


Cuando nos reencontramos con el guía en el campamento le dijimos que queríamos seguir andando para llegar cuanto antes a Sapa y no quedarnos fríos, y que preferíamos prescindir de todo descanso y aligerar el ritmo (sólo nos detuvimos brevemente en el campamento a 2.200 metros para comer algo; en este caso, nos ofrecieron pan, queso, tomate, salchichas, tortilla, y trozos de manzana y pera).

A medida que descendíamos y el camino se iba haciendo en teoría más fácil, la caminata se hacía en realidad más complicada. Según disminuía la altitud era más el agua acumulada, que hizo que a partir de cierto punto todo nuestro “camino” (por llamarlo de algún modo) se convirtiera en un río en el que podías sumergirte casi hasta las rodillas, y que todas las subidas y bajadas se convirtieran en cascadas en las que el agua caía cada vez con más fuerza. Nunca había hecho descenso de cañones en mi vida, pero creo que después de esta experiencia me he ganado el tacharlo de mi lista de asuntos pendientes.

De toda esta parte del camino no hicimos fotos, porque no nos sentíamos con ánimo de sacar la cámara (habría hecho falta casi más bien una cámara sumergible). Alba tuvo su momento crítico cuando se quedó con una pierna colgando de un precipicio, y yo el mío cuando el barro engulló mi pierna: un paso mal medido en el barro acabó conmigo sumergida hasta la rodilla y, por más que tiraba hacia arriba, no había forma de sacar el pie de allí (he decidido que ser engullido por arenas movedizas no debe de ser una forma muy dulce de morir). Ahora que lo pienso, la situación tuvo su gracia, pero en su momento me pareció bastante desesperante.

Cuando pasamos el campamento de los 2.200 metros la situación empeoró aún más... Si se habían formado ríos en aquellos lugares en los que apenas había agua durante el ascenso, ¿os podéis imaginar qué ocurrió en los sitios donde ya había ríos antes? Como muestra, estas dos fotos están tomadas más o menos en el mismo sitio, a la subida y a la bajada (los puentes de madera improvisados y las piedras habían desaparecido por completo):



Y éste era uno de los tramos en los que el río apenas había crecido (nada que ver con lo que encontramos más adelante). Tuvimos un momento de crisis, en el que hasta el guía perdió los nervios y acabó chillándonos histérico, cuando tuvimos que sumergirnos en el río hasta la cintura, todos dados de la mano y haciendo fuerza para no dejarnos arrastrar por la corriente, para poder cruzar a la orilla opuesta. El momento podría hasta haberme parecido divertido, de no ser porque sabía que un traspiés significaba acabar sumergida por completo en el río, y conmigo también mi cámara, mi dinero y mi pasaporte.

Finalmente, llegamos al punto de partida del trekking a las 3 y media de la tarde, después de 8 horas y media de caminata sin descanso bajo la cortina de agua... ¡puedo jurar que jamás había disfrutado de una ducha tanto como al llegar por fin al hostel! Otro de los momentos desagradables fue el de tener que hacer el balance de pérdidas... Por más que llevaba todo dentro de la mochila en bolsas de plástico herméticas y había cubierto la mochila con una funda impermeable, la maldita humedad se había colado en todos los rincones. Mi teléfono móvil ha muerto (intentaré dejarlo metido en arroz, pero tengo pocas esperanzas), mis billetes están ahora mismo todos extendidos por la habitación para intentar secarlos, y el saco de dormir y la mochila me temo que va a haber que sacrificarlos (han absorbido medio río, y por más que los escurra y los tienda no hay forma humana de que estén listos para volver a ponernos en marcha esta tarde). Al menos la ropa la hemos podido mandar toda a la lavandería, y esperamos poder recuperarla toda limpia y seca esta mañana (¡ay que ver cómo en estas situaciones son estas pequeñas cosas las que hacen a uno feliz!)

En fin, mi balance de la experiencia es el siguiente:
  • ¿Me arrepiento de haberlo hecho? ¡En absoluto! Aunque parezca absurdo, creo que ha sido de las mejores experiencias que he vivido.
  • ¿Volvería a repetirlo? ¡¡¡Ni loca!!!
  • ¿Recomendaría a otros la experiencia? Sin duda alguna, pero no en la época de lluvias, y mucho menos con un tifón filipino por acompañante.
No nos cruzamos con prácticamente ningún turista durante los dos días de caminata, sólo con un grupo de jóvenes vietnamitas y con dos parejas occidentales, ambas de expertos montañeros. Me quedo como conclusión con lo que me dijo una de esas parejas cuando me vieron entrar al refugio donde comimos empapada, tiritando y con cara de desesperación: “Sonríe. Estás experimentando el auténtico Vietnam”.  

4 comentarios:

  1. No se que decir me habeis asustado. Si algo suena a locura, recordar que no teneis porque hacerlo... soys todos muy inteligentes. Tener mucho cuidado que esto lo haceis por gusto. Un beso

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  2. ¿Asustado por qué? Íbamos perfectamente vigilados por los dos sherpas y el guía (vamos, q tocábamos a un guía local por persona... un lujazo). Los planes que suenan a locura, siempre que sean seguros (y no hacemos nada que no lo sea) son siempre los mejores.

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  3. Bueno, el problema ha sido el maldito tifon, si no hubiera llovido de esa manera lo habríais disfrutado al máximo.
    Tras este desafío extremo estais preparados de sobra para el resto de la ruta y cualquier ruta futura ;D

    Besos!!

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  4. Me recuerda un día que pasé en la Pedriza.... ja..
    Besos, valientes!

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