La noche en Fansipan fue probablemente
de las peores de mi vida. Siempre he sido una firme defensora de la
teoría de que, cuando estás cansado, cualquier sitio es bueno para
dormir. Será porque hasta ahora no me había tocado dormir entre dos
tablones desnivelados, clavándomelos en la espalda y sin posibilidad
alguna de moverme (creedme, lo de cambiar de postura no es una opción
cuando estás enrrollado en 3 capas de sacos de dormir). Pensar con
la que estaba cayendo que en cualquier momento el techo se iba a
desplomar sobre nuestras cabezas, y que el gemido de los ratones se
escuchara cada vez más cerca, quizás tampoco ayudaron mucho... No
es que la idea de despertarme con un ratón en la cara me hiciera
mucha gracia, pero en realidad lo que me tuvo en vilo fue la psicosis
de que por allí hubiera otro tipo de fauna a la que le tengo
particularmente fobia. Y, para que veais que no eran sólo paranoias
mías, aquí os dejo una foto del animalito que nos encontramos poco
después en nuestro paseo:
En total, debí de dormir unas dos
horas, en intervalos de 20 o 30 minutos. A las 6 de la mañana nos
despertaron con un gran cuenco de noodles con huevo y casi una hora
más tarde, ya enfundados en todas nuestras capas de ropa, pusimos
rumbo a la cima.
La caminata del segundo día fue sin
duda de lo más duro que he hecho en mi vida. La tormenta nos
acompañó durante todo el trayecto, intensificándose por momentos,
y para cuando apenas llevábamos una hora caminando, ya estaba
completamente empapada y cubierta de fango hasta las orejas. En
España también uno sólo espera encontrarse con una de dos
opciones: que llueva o que no llueva. Allí nunca es un tifón de las
Filipinas el que viene a aguarte la fiesta, y claramente mis botas
Quechua no habían sido diseñadas para semejante acontecimiento,
porque pronto me di cuenta de que la ropa no era lo único que
llevaba completamente calado. Genial, me quedaban por delante por lo
menos siete horas de caminata con un charco en cada pie...
Llegar hasta la cima cuesta alrededor
de una hora y media. El tramo es quizás algo menos complicado que la
segunda parte del trayecto que ya habíamos cubierto el día
anterior, aunque el agua incrementaba notablemente la dificultad. En
este último tramo apenas hay terreno en llano, sino que se
intercalan empinadas subidas y bajadas (¡y menuda gracia hace
encontrarse tanta bajada cuando te ha costado tanto esfuerzo ganar
esos metros de altura!)Nuestro guía decidió que no le apetecía
hacer su trabajo y salir con semejante aguacero que estaba cayendo,
así que se quedó durmiendo la mona en el campamento, mientras nos
mandaba a la aventura con uno de nuestros sherpas.
Mientras caminaba hundiéndome y
resbalando en el lodo, raspándome las manos cada vez que tocaba
trepar y colgarse entre las piedras, no podía dejar de pensar que
subir hasta la cima con semejante temporal era probablemente una de
las decisiones más estúpidas que había tomado en mi vida. Más aún
porque estábamos literalmente caminando dentro de la nube, y no se
veía nada más que una espesa capa de niebla que sabíamos que nos
iba a privar de la recompensa final: las impresionantes vistas desde
lo alto de la montaña. No obstante, nosotros habíamos ido hasta
allí para subir al pico más alto de Indochina, y ninguno de
nosotros parecía dispuesto a marcharse sin haber cumplido el reto.
Abandonar no era una opción.
Y finalmente allí estábamos: en la
cima del Fansipan, en la cima de Indochina, con la satisfacción de
haber cumplido nuestro desafío:
Pasado el momento de éxtasis de la
subida, tuve mi momento de bajón. Si ya habíamos coronado la cima,
nada más quedaba por hacer allí... Lo único que quería era
volver, y cuanto antes mejor. El aguacero era cada vez más fuerte,
estaba calada hasta los huesos, y me dio por pensar que estaba
“atrapada” en la montaña... Me moría de ganas por llegar a
Sapa, darme una ducha caliente y ponerme ropa seca, pero sabía que
me quedaban unas siete horas por delante hasta que llegara ese dulce
momento.
Un poco presa de la desesperación,
comencé a caminar cada vez más rápido, esperando con eso acortar
el tiempo de vuelta. Ya no me importaba zambullirme en el barro
(total, no podía pringarme ni empaparme más de lo que estaba), ya
no me importaba golpearme con las rocas (los moratones se curan
pronto, así que eran un mal menor), ya no me importaba el peligro de
dar un traspiés y acabar rodando montaña abajo... Lo único que me
importaba era dar un paso, y luego otro, y otro, cada vez más
rápido, cada vez midiendo menos mis pasos. Dejé atrás al resto del
grupo y durante algún tiempo al sherpa... No obstante, el sherpa
(que por supuesto, seguía deslizándose tranquilamente entre las
piedras con sus chanclas de goma, tarareando canciones tradicionales
vietnamitas) debió de temer por mi integridad física (y motivos no
le faltaban, que sí le di un par de sustillos de ésos de “huy,
qué cerca ha estado”) y durante el resto del trayecto decidió ir
pegado a mis talones, dejándome seguir andando delante y a mi ritmo,
pero manteniéndose siempre vigilante. Y menos mal que lo hizo... En
alguna parte, el agua había borrado toda traza del camino, y yo me
dispuse muy felizmente a dejarme caer cascada abajo (ante la duda,
siempre mejor bajar que volver a subir, ¿no?) cuando en realidad
nuestra ruta proseguía escalando la cascada montaña arriba. A saber
dónde habría terminado en caso de haber ido sola...
Cuando nos reencontramos con el guía
en el campamento le dijimos que queríamos seguir andando para llegar
cuanto antes a Sapa y no quedarnos fríos, y que preferíamos
prescindir de todo descanso y aligerar el ritmo (sólo nos detuvimos
brevemente en el campamento a 2.200 metros para comer algo; en este
caso, nos ofrecieron pan, queso, tomate, salchichas, tortilla, y
trozos de manzana y pera).
A medida que descendíamos y el camino
se iba haciendo en teoría más fácil, la caminata se hacía en
realidad más complicada. Según disminuía la altitud era más el
agua acumulada, que hizo que a partir de cierto punto todo nuestro
“camino” (por llamarlo de algún modo) se convirtiera en un río
en el que podías sumergirte casi hasta las rodillas, y que todas las
subidas y bajadas se convirtieran en cascadas en las que el agua caía
cada vez con más fuerza. Nunca había hecho descenso de cañones en
mi vida, pero creo que después de esta experiencia me he ganado el
tacharlo de mi lista de asuntos pendientes.
De toda esta parte del camino no
hicimos fotos, porque no nos sentíamos con ánimo de sacar la cámara
(habría hecho falta casi más bien una cámara sumergible). Alba
tuvo su momento crítico cuando se quedó con una pierna colgando de
un precipicio, y yo el mío cuando el barro engulló mi pierna: un
paso mal medido en el barro acabó conmigo sumergida hasta la rodilla
y, por más que tiraba hacia arriba, no había forma de sacar el pie
de allí (he decidido que ser engullido por arenas movedizas no debe
de ser una forma muy dulce de morir). Ahora que lo pienso, la
situación tuvo su gracia, pero en su momento me pareció bastante
desesperante.
Cuando pasamos el campamento de los
2.200 metros la situación empeoró aún más... Si se habían
formado ríos en aquellos lugares en los que apenas había agua
durante el ascenso, ¿os podéis imaginar qué ocurrió en los sitios
donde ya había ríos antes? Como muestra, estas dos fotos están
tomadas más o menos en el mismo sitio, a la subida y a la bajada (los puentes de madera improvisados y las piedras habían desaparecido por completo):
Y éste era uno de los tramos en los
que el río apenas había crecido (nada que ver con lo que encontramos más adelante). Tuvimos un momento de crisis, en
el que hasta el guía perdió los nervios y acabó chillándonos
histérico, cuando tuvimos que sumergirnos en el río hasta la
cintura, todos dados de la mano y haciendo fuerza para no dejarnos
arrastrar por la corriente, para poder cruzar a la orilla opuesta. El
momento podría hasta haberme parecido divertido, de no ser porque
sabía que un traspiés significaba acabar sumergida por completo en
el río, y conmigo también mi cámara, mi dinero y mi pasaporte.
Finalmente, llegamos al punto de
partida del trekking a las 3 y media de la tarde, después de 8 horas
y media de caminata sin descanso bajo la cortina de agua... ¡puedo
jurar que jamás había disfrutado de una ducha tanto como al llegar
por fin al hostel! Otro de los momentos desagradables fue el de tener
que hacer el balance de pérdidas... Por más que llevaba todo dentro
de la mochila en bolsas de plástico herméticas y había cubierto la
mochila con una funda impermeable, la maldita humedad se había
colado en todos los rincones. Mi teléfono móvil ha muerto
(intentaré dejarlo metido en arroz, pero tengo pocas esperanzas),
mis billetes están ahora mismo todos extendidos por la habitación
para intentar secarlos, y el saco de dormir y la mochila me temo que
va a haber que sacrificarlos (han absorbido medio río, y por más
que los escurra y los tienda no hay forma humana de que estén listos
para volver a ponernos en marcha esta tarde). Al menos la ropa la
hemos podido mandar toda a la lavandería, y esperamos poder
recuperarla toda limpia y seca esta mañana (¡ay que ver cómo en
estas situaciones son estas pequeñas cosas las que hacen a uno
feliz!)
En fin, mi balance de la experiencia es
el siguiente:
- ¿Me arrepiento de haberlo hecho? ¡En absoluto! Aunque parezca absurdo, creo que ha sido de las mejores experiencias que he vivido.
- ¿Volvería a repetirlo? ¡¡¡Ni loca!!!
- ¿Recomendaría a otros la experiencia? Sin duda alguna, pero no en la época de lluvias, y mucho menos con un tifón filipino por acompañante.
No nos cruzamos con prácticamente
ningún turista durante los dos días de caminata, sólo con un grupo
de jóvenes vietnamitas y con dos parejas occidentales, ambas de
expertos montañeros. Me quedo como conclusión con lo que me dijo
una de esas parejas cuando me vieron entrar al refugio donde comimos
empapada, tiritando y con cara de desesperación: “Sonríe. Estás
experimentando el auténtico Vietnam”.
No se que decir me habeis asustado. Si algo suena a locura, recordar que no teneis porque hacerlo... soys todos muy inteligentes. Tener mucho cuidado que esto lo haceis por gusto. Un beso
ResponderEliminar¿Asustado por qué? Íbamos perfectamente vigilados por los dos sherpas y el guía (vamos, q tocábamos a un guía local por persona... un lujazo). Los planes que suenan a locura, siempre que sean seguros (y no hacemos nada que no lo sea) son siempre los mejores.
ResponderEliminarBueno, el problema ha sido el maldito tifon, si no hubiera llovido de esa manera lo habríais disfrutado al máximo.
ResponderEliminarTras este desafío extremo estais preparados de sobra para el resto de la ruta y cualquier ruta futura ;D
Besos!!
Me recuerda un día que pasé en la Pedriza.... ja..
ResponderEliminarBesos, valientes!